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Almidones: insospechado peligro blanco

Almidones

El almidón, es uno de los elementos más abundantes en la nutrición humana, dada su importante presencia en granos, frutos y tubérculos de consumo masivo. Concebido por los vegetales como eficiente nutriente de reserva, sirve a la dieta humana como principal carbohidrato generador de combustión celular. Sin embargo, si no se cumplen determinadas condiciones metabólicas, puede convertirse en importante fuente de toxemia corporal. Dicha situación obedece a un factor relacionado: la excesiva permeabilidad intestinal, lo cual posibilita el rápido paso al flujo sanguíneo y causa gran cantidad de enfermedades crónicas.

Para comprender el funcionamiento del almidón en nuestro organismo, es bueno entender su función en el reino vegetal, donde es originado. El almidón es producido por los vegetales como sustancia nutritiva de reserva, que se almacena principalmente en semillas y raíces, con el objeto de apuntalar el sucesivo ciclo reproductivo. Las plantas producen azúcares a través de: la fotosíntesis solar, el carbono del aire y el agua que envían las raíces. Pero estas sustancias nutritivas no podrían ser conservadas en la semilla en forma soluble, dado que el germen de la flamante simiente, por lo general debe esperar un año o más, con el fin de encontrar condiciones apropiadas para generar un nuevo ciclo vegetativo. Por tanto, la planta transforma el azúcar soluble en almidón insoluble, dotando también al germen de ciertos elementos enzimáticos que le permitirán invertir este proceso, ante la necesidad de azúcar para alimentar la próxima fase germinativa.

O sea que en la semilla, el almidón no es más que azúcar almacenado en forma segura y estable en el tiempo. Esta maravillosa efectividad se demuestra cuando logran germinar semillas que han permanecido 4 o 5 mil años en letargo. El azúcar generado por el desdoblamiento del almidón, permite nutrir al germen que despierta, hasta que la plántula puede producir azúcar por sí misma, a través de las nuevas hojas y raíces. Esta función del almidón en la semilla, hace que algunos botánicos lo consideren como el equivalente de la leche materna para el bebé.

El almidón, técnicamente definido como un glúcido polisacárido, esta formado por dos tipos de estructuras: la amilosa y la amilopectina. La amilosa es poco soluble en agua, aún en agua caliente. Los alimentos más ricos en esta estructura insoluble son el maíz (las especies destinadas a la producción de almidón llegan al 75% de amilosa), la arveja, el trigo y la papa. Los más pobres en amilosa, y por ende más ricos en amilopectina, son la mandioca, el arroz y la cebada.

La función del almidón en la nutrición humana es la de combustible celular; pero para poder cumplir dicho cometido, debe ser convertido en azúcares simples (glucosa) que pueden utilizar las células. Cuando el organismo advierte exceso de glucosa disponible, el hígado y los músculos almacenan los excedentes, recombinando dichos azúcares simples en forma de glucógeno (estructura polisacárida de reserva) o como grasa (tejido adiposo). Cuando hay carencia de azúcares, el organismo se ve obligado a recurrir al glucógeno o a los tejidos (proteínas) para producir energía. O sea que la adecuada presencia de azúcares permite reservar proteínas para construir estructuras. Vale agregar que además de nutrir las células de todo el organismo, los azúcares también sirven para regular el metabolismo de las grasas (oxidación) o para completar procesos de desintoxicación hepática.

Para que el almidón pueda aportar su riqueza nutritiva al organismo, vimos que se necesita su correcto desdoblamiento en azúcares simples: glucosa. Antiguamente los cereales se comían sin moler. Algunos granos se recolectaban antes de su completa madurez, cuando todavía no todos los azúcares se habían convertido en almidón. Hoy en día hacemos eso sólo con algunas legumbres frescas (arvejas, habas). Una vez que el grano ha madurado, si bien es práctico su almacenaje, para utilizarlo se hace necesario provocar el proceso de inversión del almidón en azúcares simples y asimilables. El proceso más natural es la germinación de las semillas. Con humedad, temperatura y ausencia de luz solar, el germen despierta, poniendo en marcha la natural cascada enzimática que la naturaleza previó para transformar el almidón en azúcares simples. El germinado era un sistema muy usado en la antigüedad. Por ejemplo, los soldados romanos solían llevar en la cintura una reserva de semillas, que por acción de la humedad y el calor corporal, germinaban y suministraban una excelente reserva nutritiva en medio de las largas travesías. Otro ejemplo era el pan de las comunidades esenias, descrito en los evangelios y apenas comentado.

El desarrollo de la agricultura y la capacidad de almacenar reservas en forma de granos, fue cambiando los hábitos humanos de consumo. En primer lugar comenzó a modificarse la genética de los granos más populares: de la primitiva selección manual, se pasó luego a la domesticación de especies no originales (exportación de cultivos a nuevos ambientes), a las hibridaciones agrícolas (cruce entre variedades), hasta llegar a la manipulación genética (transgénicos obtenidos por biotecnología). Hoy se desarrollan determinadas variedades de trigo para que alcancen elevadas concentraciones de gluten, proteína responsable de su respuesta esponjosa y liviana en la panificación. Estas alteraciones han crecido exponencialmente en las últimas décadas, a partir de la “revolución verde”, y los cereales más populares han cambiado sustancialmente muchas estructuras (sobre todo a nivel proteico) con respecto a las variedades originales, con las cuales evolucionó el ser humano.

En opinión de muchos especialistas independientes, este acelerado cambio (décadas) no se condice con la biológica capacidad orgánica de modificar enzimas y mucinas para poder procesar nuevas estructuras (cientos de milenios). Una rara excepción a esta regla la constituye el arroz. Higham descubrió en 1989 que la estructura cromosómica del grano de arroz se transforma durante algunas generaciones a causa de la manipulación de los agricultores, pero tiene a volver a su estado salvaje original en sus 12 pares de cromosomas. Obvio que esto deja de ser válido frente a la mutación biotecnológica (…y ya existen arroces transgénicos!!!).

A la par de las alteraciones genéticas, también comenzó a popularizarse la molienda de los cereales y la producción de harinas, “perfeccionándose” los procesos industriales, hasta llegar a la moderna harina blanca súper fina (00000) del último siglo y las inmaculadas e impalpables maicenas. Esta tecnología provocó que los almidones quedaran sin sus sinérgicos acompañantes de la semilla (germen, minerales, proteínas, vitaminas y las imprescindibles enzimas) y que dependiesen exclusivamente de ciertas condiciones imprescindibles para lograr el desdoblamiento en azúcares simples.

No habiendo germinación, debe existir la suficiente hidratación, que permite el embebido de las moléculas y ayuda a romper la membrana que envuelve a las microscópicas estructuras amiláceas. El calor es otro factor que contribuye a este proceso, favoreciendo la hidrólisis. De allí las antiguas técnicas de elaborar el pan con leudado lento (masa de harina integral leudada durante toda una jornada), de tostar los granos previo a su procesamiento (activa el proceso de dextrinado) ó de fermentar las semillas (malteado de cereales).

Hoy día los eficientes procesos industriales de panificación no toman en cuenta estos importantes requisitos. Con el desarrollo de la premezclas de harina, que ya incluyen los leudantes rápidos y los aditivos mejoradores, la hidratación es fugaz. A ello se suma la cocción ultra rápida de los hornos eléctricos que manejan elevadas temperaturas. Todo esto no solo ocurre en las grandes fábricas, sino también en las pequeñas panaderías o pizzerías de barrio, con lo cual el problema se masifica espectacularmente.

Pero volvamos al proceso metabólico de los almidones. A falta de lenta hidratación y cocción, para completar su desdoblamiento se hace necesaria la buena presencia de enzimas, sobre todo cuando debemos metabolizar almidones que han perdido las enzimas de la semilla en el proceso de refinación. Entonces entran en juego las enzimas presentes en el alimento o las que aporta nuestro organismo. Siendo las enzimas muy sensibles a la temperatura, las alimentarias se reducen a la cada vez más escasa contribución de los componentes crudos de la dieta (ensaladas, germinados, jugos recién exprimidos, semillas apenas tostadas, etc). En muchas culturas es ancestral el uso de fermentos naturales que aportan su rica carga enzimática: chucrut, salsa o pasta de soja (shoyu o miso), kéfir de agua o incluso bebidas como el vino o la cerveza. Pero claro, para que estos elementos aporten su riqueza enzimática, deben provenir de procesos carentes de técnicas destructoras de enzimas: el caso de la omnipresente pasteurización, incluso exigida obligatoriamente por ley en los modernos alimentos industriales.

Respecto a las enzimas orgánicas y su adecuada disponibilidad, es algo que depende del buen equilibrio nutricional del organismo, algo difícil de lograr en el ciudadano promedio. Las enzimas son estructuras de aminoácidos, específicas para actuar y transformar determinados sustratos. Sería como la chispa que detona una mezcla combustible. Siguiendo con términos gráficos, su especificidad sería como la llave adecuada para abrir una cerradura; solo una llave puede abrir el cerrojo. A su vez las enzimas dependen de la presencia de un elemento complementario (las coenzimas), sin el cual no pueden funcionar. Las coenzimas se sintetizan a partir de vitaminas y minerales (sobre todo oligoelementos o minerales traza). O sea que sin un adecuado aporte nutricional de aminoácidos, vitaminas y minerales, será obvia la carencia de síntesis enzimática y por tanto se verá disminuida la posibilidad de metabolizar alimentos como el almidón.

Con relación a las enzimas orgánicas que intervienen en el desdoblamiento del almidón, las primeras y más importantes están en la saliva, cuya acción convierte las estructuras polisacáridas (almidón) en dísacaridas (maltosa). La amilasa salival (conocida antiguamente como ptialina) tiene un pH neutro (7) que es óptimo para este proceso. Su acción se ve interrumpida cuando el bolo alimenticio llega al estómago y se encuentra con el pH ácido de los jugos gástricos. De allí que algunos sugieren no mezclar almidones y elementos ácidos en la misma comida. En cualquier caso, es obvio que la lenta y cuidada masticación resulta elemental para el buen desdoblamiento de los almidones, sobre todo en presencia de la habitual permeabilidad intestinal que veremos a continuación. Comprobar los efectos de una buena masticación es muy sencillo de experimentar: basta tomar un bocado de cereal cocido neutro, es decir sin aporte de sal o azúcar que puedan modificar su sabor. A medida que pasen las masticaciones y la saliva vaya actuando sobre el almidón, podremos ir notando como aparece gradualmente un delicado sabor dulzón que se va intensificando: es la conversión del insípido almidón en azúcares más sencillos (maltosa). 

Luego de pasar por el estómago, los almidones del bolo alimenticio reciben en el intestino la benéfica influencia de nuevas enzimas secretadas por el páncreas: la amilasa pancreática. Bajo la presencia de las amilasas, los almidones se convierten en dextrina y maltosa (disacárido). Finalmente, por acción de la maltasa (enzima sintetizada en la vellosidad intestinal), la maltosa se convierte en un carbohidrato simple: la glucosa (monosacárido). Aún así, se estima que un 20% de los almidones de las legumbres no puede ser digerido en el intestino delgado y debe ser procesado por la flora del colon. Cuando la flora colónica está desequilibrada, cosa que ocurre habitualmente, se advierte la clásica flatulencia, que injustamente se adjudica a las legumbres.

Todo lo expresado indica que varias condiciones se hacen necesarias para la eficiente conversión del almidón en azúcar simple, más allá de las manipulaciones genéticas: buena hidratación, cocción apropiada, correcta masticación e insalivación, adecuado aporte enzimático y equilibrio de la flora intestinal. Como vimos, muy pocas de estas condiciones se logran en nuestra alimentación moderna. Y esto genera el problema de los almidones “crudos” o “resistentes”. Minimizando la cuestión, podríamos argumentar que más que problema, esto es nada más que un desperdicio nutricional. Sin embargo, este procesamiento incorrecto del almidón tiene facetas más graves, dado que se combina con los desórdenes intestinales.

Los principales problemas intestinales que potencian el problema de los almidones crudos, son dos: la excesiva permeabilidad de la mucosa intestinal y el desequilibrio de la flora. La sutil mucosa que reviste al intestino delgado (apenas 0,025 mm de espesor) es la única barrera que nos protege de nutrientes mal digeridos y sustancias tóxicas. A causa de numerosas circunstancias, esta delicada estructura de filtrado se hace demasiado porosa, dejando pasar sustancias inconvenientes al plasma sanguíneo. Por esta vía, las moléculas de almidón “crudo” que llegan al intestino, arriban rápidamente al flujo circulatorio, y dado que no son solubles en sangre, el organismo las detecta como sustancias tóxicas.

Las consecuencias de este perjudicial e inadvertido aporte cotidiano de almidones a la sangre, las ilustra con precisión el Dr. Jean Seignalet, eminencia francesa en la problemática intestinal y el ensuciamiento orgánico: “Estas moléculas van acumulándose progresivamente en el medio extracelular o en el interior de las células, produciendo enfermedades de intoxicación: fibromialgia primitiva, psicosis maniacodepresiva, depresión endógena, esquizofrenia, enfermedad de Alzheimer, enfermedad de Parkinson, diabetes no insulinodependiente, gota, enfermedades hematológicas (anemia, trombocitopenia, poliglobulia, leucopenia, hiperplaquetosis), sarcoidosis, artrosis, osteoporosis, arteriosclerosis, envejecimiento prematuro, cáncer y leucemias. La tarea de eliminación de estas moléculas exógenas, es asegurada por los polinucleares neutrófilos y los macrófagos que transportan los desechos a través de los emuntorios. Cuando los glóbulos blancos aumentan excesivamente, provocan una inflamación del emuntorio. Esto da lugar a patologías de eliminación: colitis, enfermedad de Crohn, acné, eccema, urticaria, soriasis, bronquitis, asma, infecciones de repetición, alergias, aftas bucales, etc”.

Otra explicación interesante la brinda el Dr. Norman Walter, longevo autor del libro “Rejuvenezca”: “Cuando tomé conciencia que la molécula de almidón no es soluble en agua, alcohol ni éter, descubrí porqué los cereales y los alimentos feculentos que había comido en grandes cantidades habían causado tales daños en el hígado, haciendo que se endureciera como un pedazo de cartón. También me dio indicios de porqué se forman cálculos duros como piedras en la vesícula y en los riñones, y porqué la sangre se coagula de manera no natural en los vasos sanguíneos, formando hemorroides, tumores, cánceres y otros desequilibrios en el organismo. La molécula de almidón viaja a través del torrente sanguíneo y linfático como una molécula sólida que las células, tejidos y glándulas del cuerpo no pueden utilizar”.

Wes Peterson, nutricionista de Wisconsin (EEUU), aporta más datos al rompecabezas: “Hace mucho advertí que los almidones crean mucosidad. Muchos especialistas han tratado este tema, y lo he comprobado en mi experiencia y en la de muchas otras personas. ¿Por qué forman mucosidad? Un motivo es porque son insolubles en la sangre. Las partículas o gránulos de almidón que pasan del intestino al torrente sanguíneo, son tóxicas; el cuerpo no las puede utilizar y resultan perjudiciales. El organismo intenta eliminarlas a través de los principales canales de desintoxicación, entre otros, el sistema linfático y los senos nasales. De esta manera, el cuerpo busca purgarse a través de la mucosidad. Pero este mecanismo a veces no basta; los almidones congestionan y bloquean el organismo, factor que contribuye a la degeneración del cuerpo y a la enfermedad”.

Sin embargo esta problemática se conoce desde hace tiempo, como lo señala el Prof. Prokop de la Humboldt Universitat de Berlín (Alemania): «Hace más de 150 años se establecieron los fundamentos del llamado efecto Herbst, que luego fue olvidado. En la década del 60 fue redescubierto por el Prof. Volkheimer en el Charite Hospital de Berlín, y luego examinado a través de muchos experimentos y publicaciones. ¿Qué es el efecto Herbst? Si experimentalmente se le da a un animal o a un ser humano, una cantidad importante de almidón de maíz, galletas ú otro producto que contenga almidón, se pueden encontrar gránulos de almidón en la sangre venosa, minutos o media hora después de la ingesta, y en la orina después de una hora o más. Se ha creado el término “persopción” para describir este interesante fenómeno. De hecho, es sorprendente que se le haya prestado tan poca atención. Constituye, de hecho, la base de nuestra comprensión de la inmunización peroral y de las alergias. Espero que muchos se den cuenta de las implicaciones que esto tiene en la salud pública”.

El mismo Volkheimer precisa: “Micropartículas sólidas y duras, tales como los gránulos de almidón, cuyos diámetros están claramente en el rango micrométrico, se incorporan regularmente en número considerable desde el tracto digestivo. Los factores motores desempeñan un papel importante en la penetración paracelular de la capa epitelial de la célula. Desde la región subepitelial, las micropartículas son sacadas a través de los vasos linfáticos y sanguíneos. Se las puede detectar en los fluidos corporales usando métodos simples; apenas unos minutos después de la administración oral, se las puede hallar en el sistema sanguíneo periférico. Observamos su pasaje hacia la orina, bilis, fluido cerebroespinal, la luz alveolar, la cavidad del peritoneo, la leche materna y a través de la placenta hacia el flujo sanguíneo del feto. Dado que las micropartículas persorbidas pueden embolizar los vasos pequeños, esto está vinculado a los problemas microangiológicos, especialmente en la región del sistema nervioso central. El depósito a largo plazo de micropartículas embolizantes, formadas por potenciales sustancias alergénicas o contaminantes, o que transportan contaminantes, tiene importancia inmunológica y técnico-medioambiental. Muchos alimentos listos para consumir contienen grandes cantidades de micropartículas que pueden ser persorbidas”.

Al respecto expresa el Dr. B.J. Freedman: “Los gránulos intactos de almidón pueden pasar a través de la pared intestinal y entrar al torrente sanguíneo. Permanecen intactos si no han sido cocidos en agua durante suficiente tiempo. Algunos de estos gránulos embolizan arteriolas y capilares. En la mayoría de los órganos, la circulación colateral es suficiente para que continúe la función del órgano. Sin embargo, en el cerebro, se pueden perder neuronas. Después de muchas décadas, la pérdida de neuronas podría tener importancia clínica y ser la causa de la demencia senil. Para testear esta hipótesis, hace falta examinar cerebros buscando gránulos de almidón embolizados. La examinación polariscópica de los tejidos permite distinguir claramente a los gránulos de almidón de otros objetos de aspecto similar”.

Para asegurar que los almidones se digieran adecuadamente, los seres humanos debemos masticar muy bien la comida, a fin que se mezcle eficientemente con la saliva. Sin embargo, sólo el 30% o 40% del almidón consumido puede ser degradado en la boca por la acción de las enzimas salivares. El Dr. Arthur C. Guyton en su Texto de Fisiología Médica aclara: “Lamentablemente, la mayoría de los almidones, en su estado natural en los alimentos, se presentan en pequeños glóbulos, cada uno de los cuales tiene una delgada película protectora de celulosa. Por lo tanto, la mayoría de los almidones naturales se digieren de manera ineficiente por la acción de la ptialina, a menos que se cocine muy bien la comida para destruir esta membrana protectora”.

Ahora bien, la cocción necesaria para destruir la membrana protectora de las células de almidón, ¿qué le hace al valor nutricional del alimento? El nutricionista estadounidense Wes Peterson realiza un razonamiento al respecto: “Para evitar absorber gránulos intactos de almidón, tóxicos para el organismo, el alimento feculento debe cocinarse en agua hasta formar una masa homogénea de consistencia blanda. Sin embargo, la cocción transforma el alimento en una sustancia patológica, artificial y extraña, desordena su estructura y su patrón energético, destruye su fuerza vital, daña y altera nutrientes, elimina enzimas y vitaminas, y crea nuevas sustancias tóxicas. Dado que el cuerpo humano utiliza los almidones a través de un complicado proceso que es sólo parcialmente efectivo, ¿por qué no considerar la posibilidad de cubrir las necesidades de hidratos de carbono consumiendo por ejemplo frutas frescas, que ya contienen azúcares simples, fáciles de digerir? No necesitamos almidones para nada y podemos tener mejor salud sin ellos”.

La otra cara de la moneda es el exceso de cocción que sufren hoy día nuestros almidones alimentarios. En este sentido, la problemática más estudiada es la acrilamida. Se trata de una sustancia artificial, mutagénica y cancerígena que se origina al freír, tostar u hornear alimentos feculentos por encima de los 120ºC. La acrilamida forma parte de las nuevas moléculas que se generan a través de la cocción de los alimentos y que resultan tóxicas.

La primera señal de alarma provino de la Universidad de Estocolmo (Suecia) en 2002, a través de un estudio que encontraba altas cantidades de esta sustancia en alimentos de consumo masivo: 1.200 mcg en papas fritas industriales, 450 mcg en papas fritas casera, 410 mcg en galletitas, 160 mcg en cereales de desayuno y 140 mcg en el pan. Para dar una idea, la OMS permite solo 1 mcg por litro de agua potable, como valor aceptable. Por su parte, la Agencia Internacional de Investigación del Cáncer establece que la acrilamida induce mutaciones en los genes y tumores, y daña el sistema nervioso.

Sin necesidad de adoptar posturas extremas, sin embargo es importante tomar consciencia de la gravedad del problema expuesto, dadas las implicancias en la generación de importantes patologías crónicas y degenerativas. A modo de resumen, creemos útil esbozar algunas sugerencias para minimizar los daños que nos genera la moderna alimentación industrializada a la que estamos expuestos:

  • Reducir el consumo de harinas, dado que por lo general tienen un procesamiento inadecuado.
  • Privilegiar el consumo de granos enteros e integrales, que obligan a extremar los cuidados de cocción.
  • No olvidar que cereales y legumbres son semillas que se pueden activar, germinar y fermentar, con lo cual desdoblamos los almidones evitando la cocción.
  • Preferir las cocciones lentas y de baja temperatura, tratando de no superar los 100ºC.
  • Al cocinar cereales enteros, realizar un tostado previo en seco, agregando luego el agua para completar su correcta cocción.
  • Al cocinar legumbres, realizar el remojo previo, sosteniendo luego la cocción hasta que el grano se deshaga ante la presión de los dedos.
  • Preferir los granos menos manipulados genéticamente y más resistentes a los cambios estructurales (arroz, trigo sarraceno, mijo, quínoa, amaranto, maíces andinos, etc).
  • Realizar una buena masticación e insalivación de los alimentos amiláceos, tratando de advertir el natural sabor dulce que generan los azúcares simples.
  • Combinar cereales y legumbres con acompañamientos enzimáticos: ensaladas crudas, germinados, jugos recién exprimidos, semillas apenas tostadas, chucrut, salsa o pasta de soja (shoyu o miso), kéfir de agua, etc.
  • Asegurar un buen aporte de microminerales, vitaminas y aminoácidos, a través de alimentos naturales y completos (polen de abejas, sal andina, algas, semillas, etc).
  • Cuidar el equilibrio de la flora intestinal, reduciendo el consumo de alimentos con antibióticos y conservantes, e incrementando aquellos que aportan enzimas, fibra soluble y regeneradores de flora.

Extraído del libro «Lácteos y Trigo«.

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