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Transgénicos: jugamos con fuego

Dentro de los problemáticos efectos de la moderna agricultura de gran escala, el más importante es sin dudas el de los cultivos transgénicos, instalados en nuestro país como dominantes de la escena. A la tecnológica y peligrosa manipulación de códigos genéticos (artificial combinación de genes animales y vegetales, expresión de nuevas proteínas, manifestación de efectos no deseados) y a su descontrolada dispersión (polen cruzado con especies salvajes y cultivos no transgénicos), se suman preocupantes problemas en el campo de la nutrición y la salud.

El más evidente es el creciente y profuso empleo de agroquímicos (la soja se ha manipulado para que resista herbicidas probadamente tóxicos como el glifosato), que además de contaminar el medio ambiente (ríos, arroyos, lagos, napas de acuíferos), se concentran en la planta y por ende en el alimento. Por ello nuestro gobierno debió modificar la legislación que antes permitía apenas 0,2ppm de glifosato en la soja común; ahora la ley “tolera” una concentración de hasta 20 ppm de glifosato en el poroto transgénico, o sea 100 veces más.

El glifosato es el principio activo del principal herbicida de amplio espectro utilizado en Argentina para soja transgénica (RR) resistente a dicho herbicida. Según la empresa productora, su uso no constituye un riesgo para la salud humana. Sin embargo, la Agencia de Protección Ambiental de EEUU (EPA) reclasificó al glifosato dentro de la categoría altamente tóxico, mientras que la Organización Mundial de la Salud lo tiene clasificado como extremadamente tóxico. A su vez, la Northwest Coalition for Alternatives to Pesticides (NCAP), ha realizado una revisión de la toxicología del glifosato, identificando efectos adversos en humanos que van desde irritaciones dérmicas y oculares, náuseas, mareos, reacciones alérgicas, hasta daño o falla renal.

El glifosato ha sido particularmente estudiado frente a los problemas de salud advertidos en población rural y también en vecinos urbanos. Los síntomas de intoxicación incluyen irritaciones dérmicas y oculares, náuseas y mareos, edema pulmonar, descenso de la presión sanguínea, reacciones alérgicas, dolor abdominal, pérdida masiva de líquido gastrointestinal, vómito, pérdida de conciencia, destrucción de glóbulos rojos, cambios de coloración de piel, quemaduras, diarrea, falla cardíaca, electrocardiogramas anormales, daño renal, enfermedades neurológicas, malformaciones en fetos y embarazadas, espina bífida, daño renal, osteogénesis y cáncer.

Los productores sojeros reconocen la utilización, como mínimo, de 10 litros de glifosato por hectárea. Los campos argentinos (18 millones de hectáreas de soja) fueron rociados el último año con al menos 180 millones de litros del cuestionado herbicida, volumen similar al contenido de 360 mil tanques de agua hogareños. La gran necesidad de estos tóxicos “matayuyos” se debe al monocultivo intensivo de una especie ajena a nuestras condiciones climáticas. En su ámbito natural (clima tropical húmedo) la soja es más vigorosa en crecimiento y controla mejor la competencia de otras hierbas.

Otro problema tangible de los cultivos transgénicos es la generación de nuevos tóxicos en los alimentos a causa de las nuevas capacidades desarrolladas para la planta. Un ejemplo es el maíz BT (así llamado por incorporar genes de la bacteria Bacillus thuringiensis), capaz de generar su propia toxina para combatir predadores. Esta ampliada capacidad de síntesis, genera en los vegetales la aparición de nuevas proteínas, que luego provocan variadas y novedosas reacciones alérgicas en animales y humanos.

Tampoco es tenido en cuenta el problema de la generación de resistencia a antibióticos por parte de nuestras bacterias patógenas, a causa de la presencia de genes resistentes a antibióticos en los cultivos transgénicos. Esta práctica biotecnológica no tiene valor agronómico o alimentario, pero se utiliza para el desarrollo de los nuevos cultivos. En mayo de 1999, la Asociación Británica de Médicos declaró: «Deben prohibirse los genes marcadores que inducen resistencia a los antibióticos, ya que los riesgos para la salud humana derivados de microorganismos que están desarrollando resistencia a los antibióticos constituyen una de las mayores amenazas para la salud pública en el siglo XXI”.

Lo más grave es la imposibilidad que tiene el consumidor para evitar su uso, ya que productos con soja, trigo, tomate y maíz transgénico están presentes en toda la cadena alimentaria. Los lobbies de las compañías productoras de estas semillas lograron que las leyes no obliguen a identificar su presencia en el alimento, basados en el insostenible principio de “equivalencia sustancial” (se considera que el grano transgénico es sustancialmente equivalente al natural), por lo cual se considera innecesario advertir al consumidor sobre algo que es similar.

Siendo los transgénicos elementos imposibles de identificar, deberíamos al menos evitar el consumo de los granos más populares autorizados y cultivados en el país (soja, maíz, trigo) y los alimentos derivados (incluida la cría industrial estabulada), o al menos recurrir a variantes no contaminadas (el caso de maíces andinos provenientes del noroeste argentino). Por suerte los tres granos de la avanzada transgénica no resultan esenciales.

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