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Carnes, lácteos y soja: el problema de las proteínas

Proteínas

Para el consumidor, las proteínas son más difíciles de identificar que grasas y azúcares. Normalmente la percepción apunta a la carne de origen animal; algo que en teoría libera a los vegetarianos del problema. Sin embargo nuestro elevado consumo proteico está fuertemente condicionado por la utilización de lácteos y últimamente por la irrupción, muchas veces imperceptible, de la soja y sus derivados.

A nivel fisiológico, y más allá de sustancias tóxicas presentes en los modernos animales de cría, es importante comprender que la proteína animal es, en sí misma, un factor de ensuciamiento; el organismo humano no la puede utilizar directamente y su desdoblamiento en aminoácidos genera numerosos desechos tóxicos, como el ácido úrico o el amoníaco. Este problema se potencia por el excesivo volumen ingerido, principalmente a través de cárnicos y lácteos.

Como veremos luego, nuestras necesidades de aminoácidos pueden satisfacerse fácilmente y con menor ensuciamiento, a través de semillas. El mito de las grandes necesidades proteicas “cae” rápidamente si observamos lo que hacen nuestros “gemelos” fisiológicos. En estado natural, los chimpancés desarrollan buena masa muscular en base a una dieta frugívora.

Sin embargo, nuestra opulenta sociedad de consumo y la condición adictiva de la proteína, han disparado a niveles exagerados la ingesta proteica y por tanto han potenciado el creciente volumen de “ensuciamiento” cotidiano. Pese a que la OMS aconseja, según el criterio ortodoxo, unos 0,6g diarios por kg de peso (36g diarios en una persona de 60kg), el consumo occidental suele estar entre 3 y 4 veces por encima (100/150g diarios).

PROTEINA EN ALIMENTOS (Promedio cada 100g)
Tipo de alimentoGramos
Frutas frescas1
Frutas secas o pasas4
Verduras frescas1
Tubérculos frescos2
Semillas secas20
Legumbres secas20
Legumbres cocidas6
Cereales secos10
Cereales cocidos2
Panes7
Carnes20
Quesos25
Huevos12
Leches3

Para tener una idea de lo que ingerimos al día, podemos auxiliarnos con la tabla simplificada que indica el contenido aproximado de macronutrientes en los principales grupos alimentarios. Allí vemos que una comida liviana y normal” que incluya 100g de pescado, un huevo (50g) y 50g de queso, implican 38g de proteína. Esto ya excede las diarias recomendaciones proteicas de la OMS para una persona de 60 kg de peso. ¿Y lo que se ingiere en el resto del día?

Hasta hace poco tiempo se pensaba que el exceso proteico se eliminaba, pues el organismo no tenía forma de almacenarlo, tal como ocurre con azúcares y grasas. Pero a fines de los 80, un estudio alemán demostró que hay un depósito corporal de proteínas. El trabajo mostró que el colágeno subcutáneo es la unidad almacenadora de proteínas, como fuente de reserva para períodos de escasez. Cuando esta “despensa” no se usa, se satura y genera otro almacén patológico, contaminando sangre, paredes vasculares y espacio intracelular. Hipertensión, diabetes II, arteriosclerosis, colesterolemia, embolias, infartos… son algunas consecuencias del exceso proteico.

Tal vez convenga explicar someramente cómo funciona el mecanismo de síntesis proteica. Es nuestro mismo organismo el que “construye” sus propias y especializadas estructuras proteicas, a partir del ensamble de “ladrillos” constitutivos, llamados aminoácidos. Obligadamente dichas proteínas deben sintetizarse internamente (las proteínas externas sirven únicamente como aporte de ladrillos). Las proteínas corporales no solo tienen que ver con la masa muscular y los tejidos, sino con múltiples y esenciales funciones biológicas (inmunología, circulación, enzimas…).

Las proteínas humanas se forman en base a una veintena de aminoácidos distintos, de los cuales 8 son esenciales; este término indica que dichos aminoácidos no pueden sintetizarse internamente y que obligatoriamente deben ser aportados por la dieta. Por tanto nuestra biología es básicamente demandante de aminoácidos y sobre todo, esenciales y en lo posible, aminoácidos libres.

Los alimentos proteicos aportan una combinación de distintos aminoácidos, cuya calidad se expresa a través de un índice llamado “valor biológico”; dicho índice toma en cuenta el equilibrado aporte de aminoácidos y sobre todo la presencia de aquellos esenciales. En esa escala, al huevo se le asigna valor 100, representando el equilibrio óptimo para nuestras necesidades. Pescados y carnes rojas oscilan en un valor 70, algunas legumbres superan el valor 60, mientras que las semillas están alrededor del índice 50.

Pero esta calificación de las proteínas no toma en cuenta dos aspectos importantes: la combinación de alimentos y la eficiencia de asimilación. El bajo índice individual de frutas y hortalizas, se complementa con la ingesta conjunta. En general, la eventual carencia de algún aminoácido en un grupo, es compensada por la familia complementaria. O sea que al combinar vegetales, estamos potenciando su valor biológico, superando incluso a las carnes.

Y aquí se puede derribar otra parte del mito proteico: los vegetales no tienen proteínas. Vale como ejemplo la humilde alfalfa, vegetal que aporta los 23 aminoácidos conocidos, como bien lo demuestra el ganado vacuno, que a través de ellos logra generar toda su estructura cárnica. Si bien no somos herbívoros (no disponemos de cuba fermentativa para procesar la celulosa), podemos aprovechar la alfalfa a través de su jugo colado y asimilar así en modo eficiente, gran cantidad de aminoácidos libres.

Pero aquí también entra en juego el factor eficiencia. Al ingresar las proteínas animales al organismo, dichas estructuras deben ser desdobladas en aminoácidos libres, ya que nuestro cuerpo puede usar solamente dichos “ladrillos” constitutivos para construir sus propias estructuras proteicas. Tal proceso genera muchos desechos tóxicos y acidificantes, como el conocido ácido úrico presente en sangre y orina, y básicos, como la urea o el amoníaco detectables en el colon.

Y aquí vuelve a cobrar importancia la fisiología corporal comparada. Los animales carnívoros están diseñados para convivir con esta química particular, a tal punto que el intestino grueso posee un ambiente alcalino adecuado a la presencia de bases. En cambio los frugívoros necesitan un ambiente ácido para degradar los desechos de frutos y semillas, ineludibles como estimulantes del peristaltismo intestinal (los carnívoros no necesitan tal estímulo).

Por su parte, los alimentos vegetales (semillas, frutas, hortalizas) aportan aminoácidos libres, que el cuerpo puede convertir fácilmente en proteínas, sin generar tanta toxemia. Conclusión: consumiendo vegetales variados y bien combinados, evitaremos carencias proteicas y sobre todo, ensuciamiento corporal.

El exceso proteico, algo tan habitual en la moderna opulencia occidental, tiene principalmente dos aspectos negativos: cantidad y calidad. Nunca la proteína animal ha sido tan abundante y fácilmente accesible como en las últimas décadas. Tal vez por eso, muchos no toman consciencia de la sumatoria de ingestas proteicas a lo largo de la jornada: carnes, pollos, pescados, quesos, fiambres, huevos, leche, crema, ricota, yogur, picadillos, semillas, legumbres… todo suma a la hora del conteo; y no estamos evolutivamente adaptados a semejante abundancia cotidiana.

No olvidemos que este elevado consumo de proteína animal nos genera un manejo crítico de varios subproductos del metabolismo putrefactivo. Nos referimos a la histamina (genera alergias), el amoníaco y el ácido úrico (artritis, reuma), la tiramina (irrita el sistema nervioso, deprime la inmunología, produce taquicardia y angustia), compuestos como los fosfatos, los uratos y los oxalatos (causan osteoporosis y cálculos), o la cadaverina y la putrescina (intoxican y desnutren). Además, el metabolismo putrefactivo inhibe la síntesis y absorción de nutrientes esenciales (vitaminas, minerales, ácidos grasos…), al tiempo que estimula el estreñimiento.

Tampoco se considera la cantidad de elementos tóxicos que se adicionan a la proteína animal, como consecuencia de los modernos métodos industriales de procesamiento. A los aportes de la cría estabulada (hormonas sintéticas, metales pesados, antibióticos), se suman los mejoradores de aspecto, resaltadores de sabor, estabilizantes y conservantes que se agregan en el procesamiento de los diversos productos industrializados.

Por si no fuese suficiente, a todo ello se suman las nefastas reacciones que se generan durante la cocción de la proteína. Un aspecto del problema es la coagulación de la estructura proteica y sobre todo aquella de origen animal. Estas proteínas, originalmente de estructura “cerrada”, son ulteriormente coaguladas por el proceso de cocción, lo cual dificulta aún más el desdoblamiento corporal, imprescindible para que el organismo pueda disponer de los aminoácidos libres, necesarios como bloques constructivos de nuestra propia síntesis proteica.

Por otra parte, la temperatura de cocción da lugar a la formación de moléculas complejas y artificiales (las ya vistas beta carbolinas, productos finales de glicación avanzada, moléculas de Maillard…) que nuestras enzimas no pueden degradar. Estos compuestos generan efectos ensuciantes, mutagénicos, neurotóxicos, cancerígenos y… adictivos; lo cual explica el elevado consumo y la regular demanda.

Destaquemos que naturalmente la carne animal provoca efecto adictivo y daños neuropsíquicos. Como bien explica Desiré Merien “compuestos de la carne animal excitan terminales nerviosos, provocando euforia (nivel cervical), estimulación (próxima a la embriaguez) y aceleración de la corriente sanguínea. Como toda estimulación excitante, consume mucha energía y va seguida por una fase depresiva (necesaria para la recuperación energética), operando como una droga disipadora de energía.

Otros investigadores comprobaron que la ingesta regular de carne animal genera la presencia de compuestos en el cerebro (putrescina) que actúan como inhibidores de enzimas (glutamato decarboxilasa), lo cual influye sobre el comportamiento y explica conductas neuróticas, agresivas y hasta manifestaciones epilépticas.

En resumen y simplificando: la proteína de origen vegetal es más fácil de asimilar, menos ensuciante y para nada adictiva. Por otra parte, las necesidades proteicas son sencillas de satisfacer en el marco de una alimentación viva. Y en modo económico y gustoso, tal como veremos más adelante.

Cuando el organismo reacciona frente al ingreso de una proteína que considera extraña (antígeno), estamos en presencia de una respuesta inmunológica. La cotidiana y profusa exposición a los antígenos alimentarios, es el principal factor que conduce al agotamiento del sistema inmune. Las proteínas de la leche vacuna (junto a las del trigo), son las más antigénicas y desgraciadamente las de consumo más abundante. Esta alta exigencia inmunológica se ve agravada por la excesiva permeabilidad intestinal, condición que facilita el ingreso de antígenos alimentarios al flujo sanguíneo y desencadena una serie de respuestas alérgicas.

El intestino cumple un rol fundamental para evitar el paso de un antígeno a la sangre. Precisamente la primera línea defensiva consiste en la secreción de anticuerpos (inmunoglobulina A), generados por el tejido linfático en la mucosa intestinal. Hemos visto que la superficie de absorción intestinal es amplia (unos 600 m2) y también es abundante la diaria ingesta de antígenos alimentarios, por lo cual es enorme la demanda de anticuerpos necesarios para neutralizar estos antígenos.

Cuando este mecanismo defensivo se agota, y la mucosa es excesivamente permeable, las moléculas extrañas atraviesan la mucosa y alcanzan el flujo sanguíneo sin ser neutralizadas. Allí se hace necesario el concurso del hígado para desactivarlas; pero si el hígado está sobrecargado y no puede neutralizarlas, pasan al bazo, donde actúan los linfocitos T supresores. Si la actividad neutralizante del hígado y del bazo se hace insuficiente, entonces las moléculas extrañas pueden depositarse en la pared de los capilares y en el líquido intersticial o extracelular. Este material intentará ser drenado a través de la orina, sobrecargando finalmente a los riñones y generando el contexto para las habituales infecciones a repetición y el colapso renal.

El mayor problema de la proteína láctea es su poder alergénico; se han detectado hasta 25 antígenos diferentes en la leche de vaca. Además de la caseína, que analizaremos en detalle, una gran contribución alergénica se genera en el procesamiento posterior al ordeñe. Cuando la leche es secretada en la ubre de la vaca, estamos en presencia de un fluido aséptico. Sin embargo, a poco de abandonar la teta y no habiendo sido ingerida por el ternero, se manifiesta en la leche un prolífico cultivo de virus, bacterias y microorganismos, lo cual obliga a los conocidos y promocionados tratamientos de pasterización. La temperatura, además de destruir enzimas y otros nutrientes termosensibles, mata la vida microbiana, pero no la elimina. Las bacterias muertas permanecen en el fluido que luego se industrializa y consumimos. O sea que esta verdadera “sopa de bichos muertos” debe ser neutralizada por nuestro sistema inmune, que obviamente los detecta como antígenos.

La caseína es la proteína más abundante de la leche vacuna (80%), la más antigénica y el 40% de la misma es indigerible, favoreciendo la constipación, la dispepsia putrefactiva y la permeabilidad intestinal. Dado que la proteína láctea se digiere muy poco en el intestino, las grandes cadenas de caseína no desdobladas, actúan como pegamento, depositándose en los folículos linfáticos del intestino, entorpeciendo la absorción de nutrientes y generando fatiga crónica e inflamación intestinal.

Por su parte, los fragmentos más pequeños logran atravesar las paredes intestinales con la complicidad de la mucosa permeable. Una vez en el flujo sanguíneo, estos péptidos generan un estado congestivo causante de asma, sinusitis, alergias, artritis, diabetes, nefrosis, infecciones, incremento de mucosidad y estructuras densas en el aparato reproductor femenino…

Es interesante señalar que todo esto no ocurre en la lactancia materna. Nuestra secreción láctea provee al bebé de un fluido equilibrado, dotado de los anticuerpos necesarios (inmunoglobulina A ó IgA) para su correcto procesamiento. Varios científicos afirman que los lácteos vacunos son la principal causa de alergias alimentarias. Tal es así, que la Asociación Americana de Pediatría desaconsejó su uso en niños y recientemente el Jefe de Gastroenterología del Hospital de Niños de La Plata afirmó que el 80% de los chicos son alérgicos a la leche vacuna. Esto también se extiende a los adultos y a todos los derivados lácteos.

Más allá de las cuestiones sociales, toxicológicas, económicas, políticas y ambientales que surgen del cultivo de soja transgénica (99% de la producción nacional), el poroto de soja en sí mismo, aún si fuese orgánico y no transgénico, representa un grave problema para la salud humana, por la combinación de múltiples factores. Existe profusa y sólida evidencia científica de los inconvenientes que ocasiona su consumo regular, pero aquí nos referiremos al aspecto proteico del problema.

A fines del siglo XX, una avalancha publicitaria, basada en “serios estudios científicos”, aconsejaba el consumo de soja como una panacea nutricional y terapéutica. A tal punto que propulsó la adopción del término “nutracéutico” (nutriente y fármaco a la vez) por parte de la industria. El consumo de soja era “esencial” para resolver los desordenes menopáusicos, bajar el colesterol, proteger el sistema cardiovascular, combatir el cáncer, paliar el hambre en el mundo y asistir a los carenciados.

Al mismo tiempo, la industria le encontró miles de aplicaciones, aprovechando su riqueza proteica, sus grasas saludables, su plasticidad industrial y su bajísimo costo. Hasta los idealistas bienintencionados pensaron que era la forma de reducir el consumo de proteína animal (vegetarianos) y evitar daños al medio ambiente (ecologistas). Pero rápidamente el mito se fue derrumbando.

Si bien la soja posee alto tenor proteico, su valor biológico (49 frente al índice 100 del huevo) se ve limitado por deficiencia en aminoácidos esenciales azufrados (metionina, cisteína) y por la presencia de inhibidores de las proteasas (enzimas como la tripsina, necesarias para degradar su proteína). El factor inhibidor no se inactiva completamente con la cocción y los procesos industriales; sólo con lentos procesos de fermentación que van desde varios meses a 3 años. Las consecuencias: mala digestión, déficit de crecimiento, trastornos gástricos, agotamiento pancreático, carencia de vitamina B12…

Los agresivos métodos industriales necesarios para obtener derivados del poroto de soja, generan ulteriores problemas nutricionales. La obtención del aislado de proteína (SPI por sus siglas en inglés), ingrediente clave en muchos alimentos, es un ejemplo ilustrativo.

El poroto es atacado con una solución alcalina para quitar la cáscara; luego es precipitada mediante un lavado ácido y finalmente es neutralizada en una solución alcalina. El lavado ácido en tanques de aluminio, transfiere (lixivia) gran cantidad de este mineral al producto. La cuajada resultante se seca por aspersión a alta temperatura para generar un polvo de alto contenido proteico. Mediante extrusión a alta temperatura y elevada presión, se obtiene la proteína vegetal texturizada (TVP).

Pese a la alta temperatura, estos procesamientos no alcanzan a eliminar completamente el inhibidor de tripsina; en cambio, desnaturalizan la proteína (reduce los aminoácidos lisina y cisteína) y generan nitritos carcinógenos. El procesamiento alcalino también genera lisinoalanina, una toxina cancerígena.

Dado el fuerte sabor a poroto, se deben añadir saborizantes artificiales (glutamato monosódico en imitaciones cárnicas) y/o endulzantes. Por ejemplo, los ingredientes declarados de una leche de soja en polvo, son, en orden cuantitativo: jarabe de maíz, aislado de proteína de soja, aceite de soja parcialmente hidrogenado, azúcar, mezcla de vitaminas y minerales, maltodextrina, sal, sabores artificiales, mono y diglicéridos.

En experimentos alimentarios, el uso de SPI incrementa la demanda de vitaminas E, K, D, y B12, y crea síntomas de deficiencia de calcio, magnesio, manganeso, molibdeno, cobre, hierro, y zinc. El ácido fítico remanente en estos productos de soja inhibe fuertemente la absorción de zinc e hierro; los animales de laboratorio alimentados con SPI muestran órganos agrandados (páncreas y tiroides) y una mayor generación de ácidos grasos en el hígado.

El problema de estos derivados de la soja (SPI, TVP) es su omnipresencia en los más variados e insospechados alimentos, lo cual impide evitarlos. Encontramos aislado de proteína de soja y proteína vegetal texturizada en: bebidas, panificados, alimentos dietéticos, leches de soja, fórmulas infantiles, comedores escolares, golosinas, bebidas dietéticas, productos para deportistas, fiambres, imitaciones cárnicas, helados, productos lácteos, barritas de cereales, mayonesas, productos de comida rápida…

Además, estos derivados del poroto están forzosamente presentes en toda la cadena alimentaria, al ser la base de balanceados para cría animal intensiva (feed lot, estabulación, jaulas, piscinas). Por cierto que los animales alimentados con proteína de soja muestran los mismos problemas de salud que los humanos: déficit de crecimiento, hipertrofia de órganos, hígado graso, tumores…

En el procesamiento doméstico o artesanal, el tiempo necesario y el alto costo energético (horas de remojo y cocción), induce a buscar soluciones más “convenientes”. Por ello las pequeñas elaboraciones (milanesas de soja, tofu) hacen uso de la harina de soja cruda. En el caso de las milanesas, el poroto molido es apenas sometido a pocos minutos de hervor (confección) y un ligero dorado (consumo). Obvio que así se evitan las altas temperaturas y las nitrosaminas cancerígenas, pero los antinutrientes quedan intactos e indigeribles los nutrientes.

Extraído del libro «Nutrición Vitalizante«

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