Llega el momento de hablar de la flora intestinal, ese magnífico conjunto de más de cien billones de individuos que pueblan y vivifican nuestras mucosas. Esta población intestinal es apenas la mitad del total de microorganismos que conviven con nosotros en distintas partes del organismo, a razón de tres microbios por cada célula corporal.
Si bien la cifra puede ser imprecisa y difícil de ponderar, seguramente la masa ayuda a una mejor apreciación; estamos hablando de un kilo y medio de microorganismos que se alojan en el intestino. Sin este complejo mosaico de “huéspedes” benéficos, pertenecientes a unas cuatrocientas especies distintas, los intestinos serían un tubo inerte y desde luego no podrían realizarse todos los fenómenos bioquímicos necesarios para la correcta asimilación y evacuación del alimento ingerido.
La flora se regenera periódicamente, excretándose los microorganismos muertos a través de las heces; esta masa suele representar un tercio del peso seco de nuestras deposiciones. Muchos ignoran la existencia de este verdadero ecosistema que llevamos dentro; la mayoría desconoce las reglas con las cuales opera esta simbiosis de microorganismos. En resumen: no sabemos que están, no sabemos que necesitan y no sabemos que los afecta.
La relación con estos huéspedes imprescindibles, es de colaboración recíproca: debemos garantizarles la supervivencia, a fin que nos proporcionen una serie de funciones (esencialmente enzimáticas), que posibilitan la digestión de los alimentos y la síntesis de vitaminas. La simbiosis natural es perfecta: ellos obtienen energía y sustento de los procesos de desdoblamiento de hidratos, grasas y proteínas; procesos que sólo son posibles gracias a las enzimas que ellos mismos aportan. Pocos saben que la degradación inicial de los alimentos (por ejemplo las fibras vegetales) en muchos casos la realiza la flora y no los jugos intestinales. Una parte importante de los nutrientes que ingerimos sirven para alimentar la flora, existiendo por ellos una cierta competencia entre los microorganismos y la mucosa.
Una reciente investigación del Centro de Ciencias Genómicas de la Universidad de Washington (EEUU) demostró lo relativo que resulta hablar de un valor energético fijo para los alimentos. Esto se debe a que distintos equilibrios de flora intestinal pueden metabolizar los nutrientes que ingerimos en forma más o menos eficiente, con lo cual varía el aprovechamiento calórico, a similar ración alimenticia ingerida.
Una función muy importante de la flora normal, es su capacidad para desdoblar cuerpos grasos, como los ácidos biliares y el colesterol. Al hablar del hígado, vimos que la bilis transporta toxinas y excedentes hacia el intestino. Entre dichos excedentes está el colesterol, con el objeto de ser luego evacuado por los intestinos. Para que esta evacuación sea posible, es necesario el trabajo de ciertas bacterias intestinales que lo “digieren” (desdoblan), convirtiéndolo en compuestos no asimilables. Si esa población de bacterias no existe o es muy reducida, el colesterol permanece intacto y en condición de ser asimilado; debido a ello es reabsorbido por la mucosa intestinal y es conducido rápidamente al flujo sanguíneo.
Esto nos permite entender dos cosas: porqué hay vegetarianos con colesterol elevado y porqué es relativo el efecto de las medicaciones para el colesterol. Mucha gente gasta tiempo, dinero y esfuerzo en el inútil y obsesivo control del índice de colesterol, en lugar de atender las mínimas necesidades de la flora, que, gratuita y naturalmente se ocuparía eficientemente de esa tarea.
La flora genera un ecológico equilibrio dinámico, gracias al cual se evita el desarrollo de enfermedades en el organismo. Si se mantiene prevalente la población de microorganismos benéficos, éstos impiden que pobladores peligrosos (otras bacterias o levaduras) puedan afincarse en el medio y les roben su forma de sustento habitual. Además, la flora normal genera una especie de protección de la mucosa digestiva, cubriendo ciertas porosidades, en las cuales podrían depositarse microorganismos patógenos. Con ello la flora cumple otra importante tarea de defensa corporal.
Siendo el interior del intestino un lugar apetecible para cualquier microorganismo por sus condiciones (humedad, temperatura, nutrientes), puede ser fácilmente invadido por gérmenes extraños. Algunos son causa de variadas patologías, mientras que otros producen sustancias nocivas que incrementan la toxemia corporal y la tarea hepática. Algunas bacterias intestinales propias de la flora putrefactiva (clostridios, bacteroides) generan sustancias (ácido desoxicólico) que favorecen la producción de cálculos biliares. En ocasiones el intestino delgado es invadido por gérmenes del colon, lo cual genera mala absorción de nutrientes (vitamina B12), flatulencias y deposiciones sin consistencia.
Algunas clínicas alemanas están desarrollando terapias efectivas para padecimientos crónicos, basadas en correcciones dietarias y restauración de la flora intestinal benéfica. Los resultados positivos se evidencian en gran variedad de trastornos: infecciones crónicas de las vías respiratorias, el tubo digestivo y las vías urinarias, artritis reumatoide, infecciones infantiles, etc. La cuestión de la candidiasis crónica, que abordaremos luego, es un buen ejemplo de este enfoque terapéutico.
Los fluidos digestivos (saliva, jugos gástricos e intestinales) generan las condiciones para el desarrollo de la flora benéfica e impiden el crecimiento de la flora nociva. Dos hábitos nefastos del modernismo nutricional conspiran en gran forma contra la calidad de dichos fluidos: la mala masticación y el uso de antiácidos. Es de fundamental importancia la lenta masticación y buena insalivación de los alimentos, al generarse allí sustancias (como la lisozima) con cierto efecto antibiótico contra microorganismos perjudiciales. Por otra parte, el uso y abuso de antiácidos estomacales, al disminuir la acidez estomacal, anula esta verdadera barrera contra bacterias indeseables. Dichos microorganismos disponen de las condiciones favorables para colonizar luego los intestinos, convirtiéndose de ese modo en huéspedes crónicos. Los antiácidos son otra demostración de cómo atacamos efectos (sensación de ardor), no resolvemos las causas que generan el problema (mucosas inflamadas) y provocamos mayor desorden (proliferación de flora perjudicial).
Si bien la flora intestinal es muy susceptible a la influencia que genera la alimentación sobre su equilibrio, continuaremos analizando el tema en el próximo capítulo, al abordar la cuestión nutricional y su potencial terapéutico. Allí veremos como la comida puede condicionar o restituir su funcionamiento armónico. Ahora es momento de considerar las pautas de funcionamiento del sistema intestinal en su conjunto, a fin de comprender su problemática global.
Flora: fermentación y putrefacción
Inicialmente es importante comprender que el tipo de alimentación que practiquemos, determinará la calidad y composición de nuestra flora intestinal. Claramente, un vegetariano desarrollará preeminencia de flora fermentativa, mientras que una persona carnívora tendrá prevalencia de flora putrefactiva.
El ser humano, por su condición de omnívoro, debe convivir con ambas realidades y si bien tiene mecanismos de adaptación, los problemas surgen del desequilibrio. En los animales, este dualismo está bastante atenuado por los hábitos instintivos de dicho reino. Por un lado están los animales fitófagos, o sea comedores de vegetales, como los simios, las vacas o los caballos. Por otro lado están los predadores (carnívoros cazadores, como los leones) y los necrófagos (carroñeros, como los buitres). Lamentablemente los animales sufren las consecuencias de la domesticación humana, irrespetuosa de su naturaleza intrínseca; esto les suele crear problemas de salud que no difieren mucho de los padecimientos que sufre el mismo ser humano cuando artificializa su dieta.
Tanto animales como seres humanos, necesitamos la adecuada presencia de microorganismos adaptados al proceso metabólico del alimento que ingerimos cotidianamente. A su vez, dichos alimentos promueven el desarrollo de la correspondiente flora especializada. Los microorganismos fermentativos son aquellos mecanismos biológicos que la naturaleza desarrolló para metabolizar alimentos vegetales y sintetizar, a partir de ellos, las necesarias vitaminas, proteínas, enzimas, etc. Estas bacterias viven en simbiosis con el animal en cuyo intestino se hospedan, y lo protegen. La flora fermentativa produce ácido láctico (por ello se habla de bacterias lactoacidófilas), el cual inhibe la reproducción de microbios putrefactivos. Las bacterias fermentadoras más importantes son las bifidobacterias y los lactobacilos acidófilos.
Por su parte los productos cárnicos contienen microorganismos putrefactivos (clostridios, proteus, estafilococos, escherichia coli, etc), mecanismos biológicos naturales de la descomposición cadavérica que son abundantes en los intestinos de animales carnívoros y necrófagos (carroñeros). Estos animales tienen mecanismos protectivos contra las sustancias que genera el metabolismo putrefactivo, pero dichos mecanismos son menos eficientes en el organismo humano, obligado a convivir con ambas realidades. En este sentido, el elevado consumo de proteína animal genera un manejo crítico de varios subproductos del metabolismo putrefactivo. Nos referimos a la histamina (genera alergias), el amoníaco y el ácido úrico (artritis y reuma), la tiramina (irrita el sistema nervioso, baja la inmunología, produce taquicardia y angustia), compuestos como los fosfatos, los uratos y los oxalatos (causan osteoporosis), o la cadaverina y la putrescina (intoxican y desnutren). Además, el metabolismo putrefactivo inhibe la síntesis y absorción de vitaminas, minerales y nutrientes importantes, mientras que estimula el estreñimiento
El hierro y la anemia son buenos ejemplos para ilustrar esta dicotomía provocada por la coexistencia de ambos tipos de floras. El hierro, un micromineral (hay apenas 4 gramos en una persona adulta) clave en el transporte del oxígeno y en la activación enzimática, está presente tanto en alimentos vegetales (ión férrico) como animales (ión ferroso). El hecho que el organismo lo asimile en forma de ión ferroso, no quiere decir que no pueda asimilar el hierro vegetal. La transformación iónica la realiza la misma flora fermentativa. Los cítricos (ricos en vitamina C y bioflavonoides) incrementan la velocidad de esta transformación.
Pero para evitar la anemia no basta con suficiente cantidad de hierro; también se necesita vitamina B12 (sintetizada por las bacterias fermentativas), ácido fólico y ácido málico (ambos presentes en vegetales). Por su parte, la flora putrefactiva conspira a favor de la anemia en dos aspectos: generando toxinas que afectan la eficiente regeneración sanguínea e inhibiendo la benéfica flora fermentativa. O sea que una buena disponibilidad de hierro requiere, tanto en vegetarianos como en carnívoros, un correcto equilibrio de la flora intestinal. Los carnívoros, teóricamente favorecidos por la ingesta de hierro más fácilmente asimilable, pueden tener anemia por carencia de los necesarios efectos de la flora fermentativa. Los vegetarianos, favorecidos en este aspecto, sin embargo pueden verse perjudicados por una proliferación putrefactiva a causa de desequilibrios, como la candidiasis crónica.
Este dualismo bacteriano (fermentación-putrefacción) también tiene mucho que ver con el equilibrio ácido básico del organismo. En los animales fitófagos o vegetarianos, la materia fecal excretada por un cuerpo sano, muestra un pH ácido; en los carnívoros, dicho pH es alcalino. Esto es consecuencia de los diferentes metabolismos. La digestión fermentativa permite asimilar sustancias alcalinas, que pasan rápidamente a la sangre. Por su parte, los microbios putrefactivos retienen los álcalis y generan la absorción sanguínea de sustancias ácidas. Es por ello que la flora fermentativa ayuda a alcalinizar la sangre, mientras que la flora putrefactiva la acidifica.
La infancia es otro buen ejemplo de la influencia nutricional sobre la flora. Cuando nacemos, en el mismo canal de parto entramos en contacto con millones de lactobacilos y bífidobacterias maternas que comienzan a colonizar nuestro intestino, hasta entonces estéril. Actualmente este proceso natural se ve perjudicado por las cesáreas (las bacterias maternas pasan a través del canal de parto) y condicionado por los crecientes desórdenes maternos. Recientes estudios bacteriológicos muestran un anormal y progresivo predominio de cándidas (algo raro décadas atrás) y contemporánea carencia de saludables bifidus infantis, sensibles a los contaminantes ambientales.
La lactancia materna es otro aspecto beneficioso respecto al desarrollo inicial de nuestra flora, estimulando las bífidobacterias que generan el medio ácido (ácidos láctico y acético) necesario para inhibir el desarrollo de gérmenes nocivos, los cuales podrían colonizar nuestro intestino (cosa que lamentablemente sucede) y dar lugar a serios problemas de salud. Por ello, los niños que reciben prolongada lactancia materna son menos susceptibles a infecciones y tienen mejor absorción de nutrientes. Al producirse el destete y comenzar el consumo de leche vacuna, la flora cambia de composición, perdiendo esta calidad y asemejándose rápidamente a la flora de una persona adulta.
Si los nutrientes inciden en gran medida sobre el balance ecológico de nuestra flora, no menor es la influencia de las sustancias químicas (la mayoría, sintéticas) que por distintas vías ingresan al tubo digestivo y afectan su equilibrio. Por un lado están los agroquímicos presentes en los alimentos que ingerimos y los aditivos que se utilizan para conservarlos. Estas sustancias, además de intoxicar la sangre, por su acción inhibidora de los procesos enzimáticos básicos de la flora, impiden su normal desarrollo. Debemos tener en cuenta que básicamente la flora intestinal opera en función a reacciones enzimáticas. Por su parte los conservantes, que se agregan a los alimentos para evitar su descomposición, logran ese cometido gracias a su acción inhibidora de los procesos enzimáticos… la cual continúa desarrollándose en nuestros intestinos cuando ingerimos dichos alimentos!!!
Pero sin dudas la influencia más grave sobre la flora la ejercen los antibióticos, que nos llegan por variadas vías y en altísimas concentraciones, dada nuestra posición en la cadena alimentaria… y nuestra dependencia de medicamentos. Obviamente, y como se desprende de su mismo nombre (anti-vida), no hay nada más incompatible y agresivo para los billones de microorganismos que pueblan nuestros intestinos, que la diaria ingesta “goteo” de antibióticos.
Principalmente encontramos antibióticos en los productos animales provenientes de cría industrial. En principio se inyectan para prevenir y curar infecciones, causadas por el sistema antinatural de crianza. Residuos de antibióticos pueden permanecer en tejidos animales hasta 47 días en la zona de inyección y hasta 75 días en ciertos órganos depuradores como los riñones. Otra dosis importante de antibióticos se usa a titulo preventivo en el alimento balanceado de los animales: en estos casos los tejidos se saturan de antibióticos y es más difícil su eliminación orgánica. Para dar una idea de cifras, ya en los años 70 se servían unas 1.300 toneladas anuales de antibióticos en los criaderos de animales de EEUU. Finalmente están los antibióticos que se aditivan a los alimentos en los procesamientos de gran escala, sobre todo en la industria láctea. En diferentes análisis de leches se han llegado a detectar… hasta 29 antibióticos diferentes!!!
Otro gran aporte de antibióticos proviene del exagerado consumo de medicamentos, prescriptos o auto recetados. Gran parte de ellos (no solo antibióticos, sino también antiácidos, laxantes o drogas inmunosupresoras) se consumen por vía digestiva (superior o inferior) y provocan graves alteraciones en la flora intestinal. La más importante es la disbacteriosis (mortandad bacteriana), que además de generar una severa intoxicación hepática (sencillo de comprobar cuando nos recetan un antibiótico), provoca un vacío en el nicho ecológico de nuestra flora. Ese lugar es rápidamente ocupado por gérmenes resistentes y microbios oportunistas. Si bien la medicación nos afecta visiblemente por las altas dosis, se cree que es mucho más nocivo el efecto de las pequeñas pero continuas cantidades (dosis homeopáticas o efecto goteo) que ingerimos con los alimentos.
Extraído del libro «Cuerpo Saludable«