Tal como sucede con las proteínas, estamos sometidos a un excesivo consumo, y sobre todo de pésima calidad. El enorme consumo de azúcares refinados (desprovistos de su fibra asociada en el alimento original), genera gran cantidad de problemas en el organismo, que por mecanismos interactivos terminan creando la llamada resistencia a la insulina.
Todo comienza cuando aparece alto nivel de azúcar en sangre, generalmente tras la ingesta de carbohidratos refinados. Entonces el organismo dispara la elevación del nivel de insulina circulante. La insulina es considerada la hormona “madre”, ya que fue la primera en ser sintetizada por los organismos vivos y es aquella que permitió la supervivencia en antiguas épocas de carencias y excesos alimentarios, por su capacidad de convertir en reserva los excedentes nutricionales, entre ellos, el azúcar.
Pequeña parte del azúcar en exceso se convierte en glicógeno (reserva hepática) y la mayoría en grasa saturada. Pero la alta concentración de insulina circulante (mediador para que el azúcar atraviese la membrana celular) es registrado por las células como algo tóxico y generan una respuesta defensiva, reduciendo la actividad receptora (la membrana celular se hace “impermeable”). Es allí cuando se habla de “resistencia a la insulina”.
Muchas células se hacen resistentes a la insulina, entre ellas las del hígado en primer término, por lo cual esto se convierte en un factor clave del colapso hepático. Este exceso de insulina circulante genera gran cantidad de problemas, además de desorden del azúcar en sangre (hiper/hipoglucemia) y la malfunción hepática y pancreática: baja el nivel de magnesio, hay vasoconstricción (hipertensión), retención de líquidos, se disparan los triglicéridos y el
colesterol, aumenta la formación de placa arterial y la coagulación sanguínea, se estimula la proliferación celular (células tumorales), la T4 no se puede convertir eficientemente en T3 (desorden tiroideo), se descontrola el equilibrio hormonal, el metabolismo del calcio en los huesos se altera (osteoporosis) y se evidencia un envejecimiento prematuro [1].
La resistencia a la insulina se transfiere placentariamente al feto, naciendo el niño condicionado por este desorden (en mayor proporción las niñas), lo cual explica la pandemia de diabetes de adulto en infantes. Y todo esto se agrava siguiendo los consejos de la ortodoxa “pirámide nutricional” que pone a los carbohidratos en la base: más azúcares, más grasa y más resistencia a la insulina [2]. Ni hablar del efecto contraproducente de los edulcorantes que, como vimos, disparan aún más el nivel de insulina en sangre.
Un par de datos para cuestionar la real necesidad fisiológica de azúcares en la dieta. En primer lugar, la introducción del consumo de azúcar en la dieta humana, tal como vimos [3], data del Medioevo. Cinco siglos no significan nada en un proceso evolutivo de 5 millones de años, sin utilización de azúcar como alimento.
Por otra parte, el fin evolutivo de esta antiquísima hormona era garantizar la supervivencia, almacenando excedentes en épocas donde se alternaba abundancia y grandes carencias. El azúcar es apenas uno de esos nutrientes y evolutivamente su exceso nunca fue un problema, visto que el cuerpo dispone de una única hormona para bajar su nivel en sangre: la insulina.
En contrapartida tenemos cantidad y variedad de hormonas para elevar el nivel de azúcar en caso de necesidad (cortisona, hormona de crecimiento, epinefrina, glucagón), a partir de músculo y grasas. Tal como lo señala el Dr. Rosedale, nuestra fisiología es más eficiente generando azúcar a partir de proteínas y lípidos, que desde carbohidratos. Esto determina la dificultosa y problemática adaptación del cuerpo frente a una excesiva y constante presencia de hidratos de carbono; y para peor refinados, como es característica de nuestra moderna alimentación.
Tal como veremos, otro motivo que explica el fuerte consumo de azúcares y grasas en forma combinada, es nuestra inconsciente necesidad de generar opiáceos cerebrales internos (endorfinas). Eso es fácil de visualizar: cuando nos sentimos “caídos” o deprimidos no nos devoramos una planta de apio, sino una buena torta, una barra de chocolate o unas ricas facturas; elementos que agravan el problema del exceso de azúcar en sangre y la resistencia a la insulina.
Cereales: poco saludables
Introducidos en la dieta humana hace 8.000 años como alimentos de supervivencia, los cereales se convirtieron últimamente en sinónimo de “vida sana”. Precisamente las personas deseosas de mejorar sus problemas de salud, abandonando el consumo cárnico, adoptaron a estos granos como expresión del alimento saludable por excelencia.
Obviamente que industria y ciencia colaboraron significativamente a la construcción de este paradigma equivocado, que posee grandes lagunas, a veces poco conocidas y aún menos difundidas. La facilidad de producción y almacenaje, sumada a la componente adictiva, terminó por conformar la base de este postulado alimentario que conviene revisar, por el bien de nuestra salud.
En primer lugar, los granos con alto contenido en almidón (forma práctica de considerar a los cereales [4]) no están adaptados a nuestra fisiología digestiva y metabólica. Hemos visto que los humanos no disponemos de las características digestivas de las aves, principales animales granívoros. Aunque el hombre, por cuestiones de supervivencia desarrolló mecanismos (molienda, leudado, cocción) para suplir la ausencia de buche y estómago molturador, no puede resolver cuestiones que a la larga afectan su salud.
Al recurrir a la cocción como mecanismo para convertir el indigesto almidón en azúcares simples asimilables, se genera la inevitable pérdida del paquete enzimático que naturalmente acompaña al almidón en el interior del grano.
Esta carencia debe ser compensada por el aporte de enzimas orgánicas, lo cual estresa al páncreas cuando la demanda es cotidiana y abundante.
Al hablar de enzimas veremos el ejemplo del estudio filipino [5], donde comunidades religiosas exclusivamente alimentadas con arroz cocido mostraban una hipertrofia del páncreas (25 a 50%) respecto a la población normal. Y el ser humano “normal” en cuanto a consumo habitual de alimentos cocidos, ya presenta un páncreas 2 a 3 veces más grande y pesado que los demás mamíferos; que obviamente en estado natural desconocen la diabetes.
Además, este tipo de desdoblamiento genera otros problemas. Por un lado requiere gran inversión energética externa (combustibles) y orgánica (proceso digestivo); aspecto, este último, que debilita el cuerpo con el paso de los años. En la segunda parte del libro, veremos que estas transformaciones pueden hacerse en forma más eficiente mediante la germinación de los granos, evitándose los problemas que veremos a continuación.
Los almidones crudos
El almidón es uno de los elementos más abundante en la nutrición humana, dada su importante presencia en granos (cereales, legumbres) y tubérculos (papa) de consumo masivo. Concebido por los vegetales como nutriente de reserva, se utiliza en la dieta humana como principal carbohidrato generador de combustión celular.
Sin embargo, si no se cumplen determinadas condiciones metabólicas, el almidón se convierte en importante fuente de toxemia corporal. Dicha situación es favorecida por la excesiva permeabilidad intestinal, que permite el rápido paso de las moléculas intactas de almidón al flujo sanguíneo, causando gran cantidad de enfermedades crónicas. Dada la amplitud del tema y su tratamiento en otras publicaciones [6], resumiremos aquí solo algunos conceptos básicos.
A la par de las alteraciones genéticas en los cereales, se fueron popularizando la molienda y la producción de harinas, “perfeccionándose” los procesos industriales, hasta llegar a la moderna harina blanca súper fina (00000) del último siglo y las inmaculadas e impalpables maicenas. Esta tecnología provocó que los almidones queden sin sus sinérgicos acompañantes en la semilla (germen, fibra, minerales, proteínas, vitaminas y las imprescindibles enzimas), dependiendo totalmente de condiciones esenciales para el desdoblamiento en azúcares simples: hidratación, cocción, masticación, aporte enzimático, flora intestinal equilibrada…
Hoy día los modernos y eficientes procesos industriales de panificación no toman en cuenta estos requisitos claves. Con el desarrollo de la premezclas de harina, que ya incluyen los leudantes rápidos y los aditivos mejoradores, la hidratación es fugaz. A ello se suma la cocción ultra rápida de los hornos eléctricos que manejan elevadas temperaturas. Todo esto no solo ocurre en las grandes fábricas, sino también en las pequeñas panaderías o pizzerías de barrio, con lo cual el problema se masifica espectacularmente, al ser los panificados de altísimo consumo.
La deficiente masticación (e insalivación), el reducido aporte enzimático (ausencia de crudos y fermentos naturales), el desorden de la flora intestinal y la permeabilidad de la mucosa, generan el resto. Como lo señala el Prof. Prokop de la Humboldt Universitat de Berlín (Alemania): «se pueden encontrar gránulos de almidón en la sangre, minutos o media hora después de la ingesta”. Al no ser solubles en sangre, el organismo detecta estas moléculas como sustancias tóxicas, lo cual genera: micro embolias, muerte neuronal, coagulación, hemorroides, cálculos, hígado graso, moco, tumores…
El nutricionista estadounidense Wes Peterson realiza un atinado razonamiento sobre este problema: “Para evitar absorber gránulos intactos de almidón, tóxicos para el organismo, el alimento feculento debe cocinarse en agua hasta formar una masa homogénea de consistencia blanda. Sin embargo, la cocción transforma el alimento en una sustancia patológica, artificial y extraña, desordena su estructura y su patrón energético, destruye su fuerza vital, daña y altera nutrientes, elimina enzimas y vitaminas, y crea nuevas sustancias tóxicas. Dado que el cuerpo humano utiliza los almidones a través de un complicado proceso que es sólo parcialmente efectivo, ¿por qué no considerar la posibilidad de cubrir las necesidades de hidratos de carbono consumiendo por ejemplo frutas frescas, que ya contienen azúcares simples, fáciles de digerir? No necesitamos almidones para nada y podemos tener mejor salud sin ellos”.
El azúcar en sangre
Pero aun cuando el desdoblamiento de los almidones se haga en forma correcta, la elevada densidad en materia de carbohidratos que tienen los cereales, resulta inadecuada para nuestra fisiología. Recordemos que los granos amiláceos están en un promedio del 70% del peso seco en azúcares, con picos de 78 a 75% en el arroz, según sea blanco o integral.
Cuando ingieren granos amiláceos, los granívoros ponen en marcha mecanismos fisiológicos adecuados al torrente de azúcares que circula en sangre. En primer lugar las aves hacen un gran consumo de energía en actividades exigentes como el vuelo. Por otra parte, disponen de una estructura cardiopulmonar de alta eficiencia, que les permite resolver dos cuestiones básicas: mantener semejante cantidad de azúcar en movimiento y atender la elevada demanda gaseosa del metabolismo de los hidratos de carbono.
El ser humano es sedentario y no realiza (menos hoy día) esfuerzos que por intensidad y duración demanden tanta energía como el vuelo de las aves. Esto trae aparejada la necesidad de disipar el exceso de azúcar circulante, por lo cual se advierte abundante calor en el cuerpo tras su consumo.
Esto acarrea hiperactividad del páncreas, que debe poner en marcha, con el auxilio del hígado, un mecanismo para convertir rápidamente el azúcar simple en glucógeno de reserva. Este proceso debe invertirse nuevamente en caso de necesidad, volviendo a convertirse el azúcar de reserva (glucógeno) en azúcar simple (glucosa).
El carbono y el hidrógeno que componen las cadenas de los azúcares, terminan convirtiéndose (por oxidación) en dióxido de carbono (CO2) y agua (H2O). La cantidad de oxígeno necesaria para llevar adelante el metabolismo gaseoso, exige al sistema respiratorio de manera continua. Por esa razón los pájaros están dotados de los sacos aéreos, especies de estructuras suplementarias de los pulmones, que les permiten almacenar e insuflar el suplemento de oxígeno necesario para la oxidación del abundante volumen de carbono e hidrógeno circulante en sangre.
También las aves disponen de un órgano eficaz y resistente para hacer circular con rapidez y durante largo tiempo la sangre rica en azúcar. Nos referimos a la bomba cardiaca, que alcanza en el caso de la paloma, al 10>% de su peso. Es como si un ser humano de 70kg tuviese un corazón de 7kg.
El aparato cardiopulmonar humano es sometido a dura exigencia tras una comida de cereales. En el caso de personas sedentarias, esto generará una demanda energética y una toxemia adicional, que a largo plazo termina desvitalizando al individuo. La fatiga y el desgaste cardiopulmonar son moneda corriente en los grandes consumidores de cereales. Esto es fácil de comprobar, a través de la amplificación del pulso cardíaco durante la digestión, aumentando las pulsaciones como si se hiciese un ejercicio físico importante.
Todo esto se agrava notablemente por un detalle no menor. Nadie consume solo cereales. Los alimentos feculentos se acompañan generalmente con alimentos incompatibles con las necesidades digestivas del metabolismo amiláceo. Tal como veremos luego a nivel enzimático, la digestión de los almidones requiere un ámbito alcalino, mientras que se acompañan normalmente con alimentos ácidos (como cárnicos y lácteos), generándose obvias dificultades digestivas, ulterior demanda energética y consecuente incremento de toxemia.
Aunque con algunas diferencias, esto puede aplicarse al consumo de otros granos amiláceos como las legumbres. Al elevado contenido de almidón (60%), se agrega la presencia de proteínas (más del 20%), lo cual los hace de digestión difícil, sobre todo en las poco recomendables combinaciones habituales. Tal como citamos antes, el proceso de germinación se convierte en una alternativa de consumo más lógica y eficiente, sobre todo en el caso de individuos con desorden de salud.
Esto no quiere decir que no puedan consumirse cereales, pero es obvio que una persona debilitada o enferma, tendrá grandes mejoras en su estado de salud si prescinde del consumo de alimentos amiláceos como los cereales, sobre todo cocidos y mal combinados, aún cuando sean integrales y orgánicos. Esto último morigera en parte otro de los grandes problemas que afecta al moderno consumidor de cereales: la refinación.
Refinados: problemas masificados
Es uno de los procesos más antiguos que realizó el hombre, en su afán por disponer de alimentos más “pulcros y puros”. Inconscientemente es algo que practicamos en casa cuando, por ejemplo, hacemos un jugo y obtenemos un líquido, “evitando” de ese modo la materia sólida o fibrosa de la fruta, sinérgica con el jugo.
Según la Real Academia, refinar es “hacer más fino o más puro algo, separando las materias heterogéneas o groseras”. El problema de la refinación moderna es que, en base a sofisticadas tecnologías, hemos accedido a grados de pureza casi absolutos (harina, azúcar, sal). Durante décadas se consideró a esta “pulcritud” como un logro, al cual inicialmente solo accedían las clases altas.
La masificación industrial hizo que los “inmaculados y deseados” refinados traspusieran las barreras sociales y llegasen a los estratos más humildes, en gran volumen y a bajo precio. Sin embargo, esto que puede parecer progreso y benéfica opulencia, se ha convertido en causa principal de nuestros problemas de salud. Y no solo por carencia de fibra, como veremos luego.
Primero por moda, luego por intereses comerciales, lo cierto es que el blanqueo de los cereales se masificó rápidamente. Un dato que ayuda a comprender por qué se hace: cuando las harinas se elaboran con el grano entero y sin proceso de refinación (integrales) deben consumirse en pocos días por la oxidación de los vitales componentes grasos presentes en el germen de la semilla. En cambio las harinas refinadas pueden ser almacenadas durante meses sin problemas, dado que han sido privadas del germen, precisamente para evitar el enranciamiento de su sensible materia grasa.
La ausencia de fibra, principal víctima de la refinación, además de generar estreñimiento, provoca otro efecto más grave para la salud y el estrés: el incremento de la velocidad con que los azúcares pasan a la sangre. Siendo un tema complejo, podemos sintetizarlo diciendo que la fibra cumple la función de reducir el ritmo de transferencia de los azúcares al flujo sanguíneo.
El término fibra es mucho más amplio que el salvado celulósico (fibra insoluble) y abarca cantidad de compuestos solubles en agua (fibra soluble) que cumplen el benéfico y fisiológico efecto “amortiguador”, que evita los picos de glucosa en sangre. La diferente reacción del cuerpo frente a un jugo centrifugado (sin fibra) y a una zanahoria masticada (con fibra) es ejemplo elocuente. Imaginemos lo que sucede en una dieta moderna, totalmente basada en carbohidratos refinados.
La abundancia de azúcar en sangre, desencadena una serie de reacciones hormonales y glandulares, necesarias para su compensación. Estas complejas reacciones, más conocidas a partir del término “resistencia a la insulina”, estresan y agotan ciertas glándulas endocrinas, como el páncreas y las suprarrenales, creando desórdenes que afectan al cuerpo (inflamaciones, retención de líquidos, rigidez) y a las emociones (ansiedad, irritabilidad, hiperactividad, depresión).
Con el tiempo, esto se convierte en factor causal, tanto de diabetes (exceso de glucosa en sangre), como de la poca diagnosticada hipoglucemia (carencia de azúcar en sangre). Mientras el primer problema es detectable, el último pasa desapercibido para la medicina tradicional, pero afecta a la mayor parte de la población.
Algunos refinados ejemplares
Una vez más vale remarcar que el daño de los refinados esta dado por su consumo regular, masivo, abundante y cotidiano. Los ingerimos 365 días al año y hasta 5 veces por día, sin tomar consciencia de ello. Basta fijarnos en un restaurante, en un comedor o en una heladera familiar.
Las gaseosas son un buen ejemplo para visualizar que significan los refinados. Las estadísticas nacionales de consumo, similares a otros países americanos como Méjico, hablan de un litro diario por habitante. Habida cuenta que no todos tomamos gaseosas, esto implica valores individuales aún más altos. Pero conservadoramente, pensemos solo en lo que ingerimos con un litro de gaseosa.
Se han llegado a encontrar hasta 110 gramos de azúcar por litro. Pruebe esa cantidad de azúcar en agua: verá que la vomita, al no soportar tanto sabor dulce. Por ello se le adicionan unos 115mg de sal (cloruro de sodio), a fin que el dulzor sea tolerable. Y luego vienen los demás ingredientes: ácido fosfórico (corrosivo), colorantes y una serie de aditivos químicos nada saludables.
Para colmo, esa cantidad de azúcar no es sacarosa, sino un endulzante más barato e insano: el jarabe de maíz de alta fructuosa ó JMAF, obtenido por hidrólisis del almidón de maíz. Dado que la fructuosa es el azúcar de las frutas, mucha gente cree que el JMAF es saludable, e incluso se recomienda a diabéticos. Pero la realidad es otra. Al comer frutas, la fructuosa ingresa al cuerpo acompañada de fibra y otros fitonutrientes del fruto, que modulan y amortiguan su paso al flujo sanguíneo.
Al consumir JMAF refinado, no hay “freno” y se observa una rápida absorción a nivel celular, convirtiéndose en una fuente incontrolada de carbono, que a su vez se transforma en colesterol y triglicéridos. Esto da lugar a la génesis del “hígado graso” [7], dado que la fructosa es un azúcar que se metaboliza a nivel hepático. Otro problema esencial del JMAF es que su ingesta no activa los controles cerebrales de saciedad (como ocurre con otros azúcares), por lo cual su consumo genera más apetito.
Los copos de maíz representan otro ejemplo de alimento refinado “modelo”. Considerado por muchos como saludable fuente de cereales para el desayuno, la realidad nos dice otra cosa. Los copos se obtienen a partir de harina de cereales refinada, con escaso remojo y breve cocción (proceso de “salpicado” sobre planchas eléctricas calientes), lo cual genera la crujiente estructura amilácea que consumimos en crudo.
Pero lo “fuerte” de los copos está en el azúcar: hay cajas que llegan a tener 46 gramos de azúcar cada 100 de producto (casi la mitad de su peso). Y 100 gramos de copos son rápidamente devorados en un tazón de desayuno. Además podemos encontrar hasta 3 gramos de sal (cloruro de sodio) en dicho tazón, lo cual supone la máxima ingesta diaria recomendada para niños de 6 años. Y todavía falta la lista de margarinas, colorantes, emulsionantes y demás aditivos químicos [8]. Todo ello, unido a una publicidad que induce al consumo infantil por medio de juguetes y personajes de ficción. Esto fue denunciado por Consumers International, que encontró elevado contenido de azúcar en envases de todo el mundo (40% en Brasil, 39% en Italia, 38% en Argentina) [9], valores que no deberían estar por encima del 15%.
Otros alimentos cotidianos con fuerte carga de refinados son los polvos para chocolatadas (75% de azúcar), las gelatinas (95% de carbohidratos refinados) y los helados. Estos últimos acaso más peligrosos por su alto volumen de consumo; en helados encontramos desde un 35% de azúcar a nivel artesanal, a índices mayores a nivel industrial. Esto se hace para compensar la disminuida percepción del sabor a causa del frío, con un ingrediente de bajo costo.
Edulcorantes: reemplazos obesogénicos
Así como se busca “emparchar” las carencias que genera la refinación con agregados, con los edulcorantes no calóricos se busca “remendar” el desorden generado por la avalancha de azúcar en sangre. El mensaje suena atractivo: reemplace azúcar por edulcorante y problema resuelto. Fácil para el consumidor y lucrativo para la industria del “diet”. Pero la realidad no es tan simple.
En primer lugar, se generaron endulzantes de síntesis química, de probado efecto tóxico. Nuestro Código Alimentario autoriza el uso de sacarina, ciclamato y aspartame. Sobre este último existen infinidad de estudios que demuestran su toxicidad [10]. Sobre el ciclamato, sus probados efectos cancerígenos han generado su prohibición en países del primer mundo, como Estados Unidos. También la sacarina ha sido prohibida en países como Francia y Canadá.
Más allá de los efectos cancerígenos y neurológicos, otro “problema” de los edulcorantes sintéticos es que son más baratos que el azúcar y por tanto se utilizan a destajo por una cuestión de menor costo final. Esto expone a grandes grupos de consumidores (cuidadosos de su salud o incautos) a la ingesta de altas cantidades (“total es light”) de innecesarias sustancias ensuciantes. Este riesgo se magnifica en los niños, quienes por su menor masa corporal, arriban con mayor rapidez a los umbrales de toxicidad.
Aparentemente todo estaba resuelto con la “aparición” de un edulcorante vegetal: la yerba dulce (stevia rebaudiana) que los indígenas guaraníes recolectaban en el monte. En este caso, si bien surgieron las clásicas refinaciones para disponer solamente del principio endulzante puro (esteviósido), es posible acceder a sus formas más naturales (hierba, extractos integrales).
Sin embargo, sintéticos, refinados o naturales, los edulcorantes no calóricos, como los define la ley, comparten una característica: “engañan” al cuerpo. Al aparecer el sabor dulce, el organismo pone en marcha una serie de mecanismos de preparación para metabolizar los azúcares que se avecinan (secreción de mensajeros y hormonas, como la insulina).
Pero luego del sabor dulce, los carbohidratos no llegan y el circuito queda trabajando en vacío, con el consiguiente daño para el cuerpo. La insulina circulante en sangre actúa sobre el habitual azúcar de reserva, generando hipoglucemia y el consecuente “apetito”. O sea que lejos de resolver el problema, los edulcorantes aumentan la toxemia, la ansiedad… y la obesidad!!!
No por caso los pragmáticos criadores alemanes de cerdos usan la sacarina como agente de engorde, por su efecto obesogénico. Un reciente estudio estadounidense demostró que la ingesta cotidiana de gaseosas “diet” incrementan un 67% el riesgo de desarrollar diabetes tipo II (de adulto) y generan otras alteraciones metabólicas.
Y no olvidemos la masiva exposición a estos compuestos. Recientemente una investigación de la Charité Universitätsmedizin de Berlín, alertó sobre los problemas del edulcorante sorbitol (E420), muy usado en golosinas y alimentos dietéticos. El sorbitol se absorbe muy mal en el intestino. Cantidades relativamente pequeñas (4 chicles lights) causan síntomas gastrointestinales como gases, hinchazón y calambres intestinales, en función de la cantidad ingerida. Dosis más altas pueden causar diarrea osmótica… casi nada, comparado con los efectos del ciclamato o el aspartame…
[1] Las poblaciones longevas se caracterizan por tener bajos los niveles de insulina, triglicéridos y azúcar en sangre.
[2] Dada la importancia del tema, sugerimos ampliarlo mediante la lectura del informe del Dr. Ron Rosedale en www.cura-tu-cancer.net/insulina.html
[3] Ver apartado “Una experiencia inédita y fugaz”.
[4] Excediendo a la definición académica de cereales (plantas gramíneas que dan frutos farináceos), también se consideran en este grupo a granos como la quínoa, el amaranto o el trigo sarraceno.
[5] Ver capítulo 2, apartado “Las vitales enzimas”.
[6] Ver “Almidones, insospechado peligro blanco” y el libro “Lácteos y Trigo”.
[7] Investigadores de EEUU consideran al JMAF como la principal causa de hígado graso en ese país y tal vez la mayor razón del aumento de colesterol de los últimos 20 años. Dr. Mark Hyman
[8] La mayoría de los cereales para desayuno no son considerados saludables, Organización Consumidores de Chile, 5/8/07, www.odecu.cl
[9] Ver criticadigital.com/index.php?secc=nota&nid=16019 del 21.12.08
[10] Ver http://www.theecologist.net/files/articulos/29_art1.asp